El alcohol es la droga más normalizada que existe. Es legal, económica, al alcance de cualquiera y, dada la gran aceptación de la que goza en el ámbito social, hace que esté mejor considerada que otras. Acostumbrados a escuchar los efectos beneficiosos que el alcohol tiene para el para el organismo, apoyados en gran medida por un sector de la comunidad científica, olvidamos que hay un considerable número de sujetos que sufren consecuencias negativas en su vida por un consumo compulsivo del mismo.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) denomina en la actualidad al alcoholismo como «síndrome de dependencia del alcohol» y está incluido en el capítulo V de la Clasificación Internacional de Enfermedades No. 10 (CIE-10). Define esta dependencia como «un conjunto de fenómenos conductuales, cognitivos y fisiológicos que pueden aparecer después del consumo repetido de alcohol. Estos fenómenos típicamente incluyen deseo intenso de consumir alcohol, dificultad para controlar el consumo, persistencia del consumo a pesar de las consecuencias perjudiciales, mayor prioridad al consumo frente a otras actividades y obligaciones, aumento de la tolerancia al alcohol y síndrome de abstinencia».
De esta manera, el alcoholismo se define como una adicción en la que se combinan dos elementos; una necesidad física del alcohol y una obsesión mental por el mismo. Ambas confluyen en una compulsión que neutraliza el control e infravalora las consecuencias. El alcoholismo es una enfermedad que no es posible detener con la sola fuerza de voluntad. A pesar de ser una enfermedad progresiva e incurable, al igual que otras enfermedades crónicas, puede detenerse si se ponen los medios adecuados.
De todas las drogas conocidas, el alcohol es la que más daño produce al organismo. El síndrome de abstinencia de alcohol, conocido como «deliriums tremens» es uno de los pocos que, junto con el de barbitúricos y metadona, puede acabar con la vida de un ser humano.